SACHA TEBÓ:
COSMOLOGÍA DE LA MEMORIA Y EL ARQUETIPO
Por: Odalís G. Pérez
Miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA) y de la Asociación Dominicana de Críticos de Arte (ADCA)
Advertida como Anthropos y télos, la escultura quiere hablar, decir su propia forma en el contexto del mundo visible y de la idea simbólica. El escultor presiente que ese tiempo retenido y preferido de su creación pronuncia una substantia, un origen. Pero lo que permanece del acto iniciático es, sin embargo, la pregunta, la “cosa” material que se abre a un mundo particularizado como texto-raíz, como arquetipo y memoria, en fin, como gesto de los elementos.
El escultor quiere, a pesar de la materia, cambiar el ritmo, la dirección de una forma que se repite en la naturaleza, pero que también se estima en el modelo originario. Se trata de una búsqueda al interior mismo de la proporción, del volumen, de la superficie material y poética de la obra de arte. Lo que se oculta y lo que se revela es el enigma de un mundo que ha permanecido como tiempo de la contradicción y cuerpo de una memoria vindicada, instruida precisamente allí, donde la imagen requiere de su propio espacio.
La escultura que Sacha Tebó ha mirado en su propia cosmología de signos es la que ha también soñado como tiempo y materia. El escultor no ha perdido un solo momento en este acto de intuición o particularidad. Quiere llevar a cabo un pensamiento de la materia para permanecer junto a los dioses mayores y menores del Caribe.
En fin, el escultor se identifica a partir de sus señales. En este caso lo que nace de su contacto con el espacio mítico es una visión teleológica sentiente, una filosofía de la imago que se pronuncia en el deseo, la vida de los símbolos y el lenguaje. Se trata de una mención y a la vez una línea que se rompe en el desprendimiento de la forma y la materia poética de la escultura.
La mano que proyecta y define el orden escogido de una substancia artizada por el ojo y la visión mítica, nos pone en contacto con una vía unitiva entre el acto de esculpir y el acto de mirar. Una fenomenología de la imaginación material se estima en el vuelo mismo y la suspensión del tipo mítico asumido por Sacha Tebó en sus esculturas. El orden figural de la materia tematizada y espiritualizada por el ojo y la mano del artista, extiende un contenido ceremonial donde el entrecruce etnoartístico se perfila como símbolo tutelar y expresión mitográfica de los elementos: agua, metal, aire, vuelo, arena y fuego.
El impulso que en la materia adquieren estos elementos activa una imagen del mundo que en todo momento aspira a la unidad. Se trata de un relato que se advierte desde una estructura arquetipal obligada a ceder al espacio de la representación. La tridimensionalidad que se adopta en la contradicción establecida como matriz figural, emite sus fórmulas a través de una complexión sutil de los signos que dialogan entre sí a través del tiempo y el espacio de la memoria caribeña.
El escultor Sacha Tebó ha querido determinar el grado de pulsión y fluencia que se expresa como reconocimiento en la obra. El artista quiere atravesar el nacimiento para fundar una casa y un espacio de vientos y marcas serpentinas. En Akoumbaya (1994), el artista haitiano crea una gramática especial del movimiento que se propicia en el arco mismo de comprensión del mundo escultórico.
Aquello que no acude al sueño de la materia escultórica (aluminio, bronce, madera), aquello que produce su propia forma-sentido a partir de la instancia onírica del escultor, pero también de la simbólica mítica subyacente en cada imagen escultórica, en cada gesto donde la matriz figural se convierte en posibilidad y poiesis, se extiende a un lenguaje revelador del espacio asumido en su movimiento imaginario y, sobre todo, en su fundamento poético-visual.
Pero Sacha Tebó ha inventado, ha soñado una materia que ya se ha hecho ritmo, impulso y vuelo a partir de la creencia que el artista asume para entender el arte, la forma lúdica, el homo ludens que se expresa a partir de la imagen-raíz, la memoria-raíz y la poética identitaria del hombre caribeño.
Superficie y profundidad construyen el verdadero poder de la imagen y el arquetipo como se puede ver en El origen del mundo (técnica en bronce) y en Sueño de una antigua ciudad (bronce). La materia supuesta a una forma estratificada se consolida como entidad en una energética visual cualificada por la estructura propia de la relación masa-volumen-ritmo, reconocida en su estabilidad gestual y en el pulso de su concreción.
Todo aquel concentrado morfológico y textual intensifica un dinamismo del cúmulo mítico y temporal, donde lo que se interpreta es el centro mismo de una estructura cuyo funcionamiento particulariza la direccionalidad poética de un conjunto modular y tópico. El escultor asiste de esta manera a una ceremonia donde el elemento cualifica el ente propio de la materia escultórica.
En efecto, es en la imaginación de la forma elemental y en la condición verticalizante donde el cuerpo se desarrolla como árbol y equilibrio aéreo, creándose de esta suerte la terrenalidad de un plexo y una imago que tendrá su forma inteligible en el concepto de tipo, semejanza y parecido. La interpretación que surge del sentido oculto de la mirada gratificante, remite a un mundo imaginario propio del Caribe insular y de los mitos fundacionales intuidos como instancias y modelos reveladores (véase, en este sentido, Cemí, Afrodita, Maná y El hombre del bosque).
La poeticidad del orden escultórico tiene en Sacha Tebó el valor de una mirada que engendra la simbólica esencial del arquetipo, pero además el grito que trasmite en su cosmovisión el acto fundador, el orbe, la pregunta por el sentido y la visión uránica de una ley comprensiva de la materia, donde los códigos de transformación revelan cierto pensamiento de la inscripción imaginaria y creacional.
Cuando el contexto de una función de lo visible solicita una interpretación que ha evidenciado ya su alcance en el plano de la visión purificativa, el generante que involucra historia, cuerpo y lenguaje extiende la temática del signo escultórico a un continente de significación y movimiento que articula el especulum de la mirada originaria.
De ahí que para el escultor Sacha Tebó la fórmula simbólica tenga su base en la estratificación proveniente de un mito, una forma epifánica donde el recorrido nombra la unidad creadora de visión y pulso imaginario. La metáfora que inscribe a su vez el tempo específico de una volumetría mágica aspira al deslinde, a la ruptura en el tiempo de la significación. Se trata entonces de establecer una tensión interna, una prisión del cuerpo en el signo y el sentido del arte.
El escultor no desafirma en su recorrido la idea que propicia la dinámica del núcleo simbólico, más bien la mano, el ojo y la intención constituyen el arqueado, la génesis de la intuición que habrá de comprender aquello que se enuncia como visibilidad y sustancia del elemento integrador. La dialéctica del ritmo se asume como ley que contradice y a la vez dialoga en la imaginación misma de la creación sentiente (como, por ejemplo, Olas, Sirius y La sirena).
Si el impulso que trasmite el âgon y la visión eidética de una imaginación especular, reproduce las intensidades cosmológicas definidas en la creación escultórica, el artista, según Bachelard, se convierte en chamán o sacerdote originario. La existencia de una configuración simbólica del arquetipo y la substancia se materializa en el nombre-cuerpo, el mito-mundo y el tipo-fuente de la creación escultórica. La explicación de una metáfora del encuentro y el desencuentro personifica aquella constitución visionaria de la entidad que autentifica el cosmos de la creación material, esto es, de la línea ontológica definida como plexo de una forma originaria que organiza la experiencia ritual, el ámbito de la tectónica onírica y el orbe antropológico de la ceremonia.
La función del autodescubrimiento como tipo de entrada al laberinto vital, hace que Sacha Tebó se integre a los umbrales de una memoria oracular donde los dioses de la creación pasan a ser los celebrantes de un nacimiento mítico. La imagen se transforma en el sentido de una hierofanía cuya manifestación es necesariamente sagrada y poiética, pero a la vez mistérica y simbólica.
La escultura tiene para este artista caribeño un valor sagrado, pues la misma se estructura y reconoce como tiempo de un origen del mundo y de la vida de las formas. La poética de los nacimientos visibles e invisibles se articula de manera conciencial en la flexibilidad de un cuerpo serpentino que se vuelve agua, cielo y luz (véase Cabalgando con el mar; técnica en aluminio) y la variación mitológica y figural del orbe-mundo y la cabeza-cola que asegura una visión de centro de la creación artística. En El hombre del bosque el cuerpo se expresa como ideograma-signo y como figuralidad-dinamismo.
Para Tebó, descubrir una forma mítica implica desacralizar un tiempo de la recuperación originaria, como sucede en aquel encuentro de esa trilogía indígena constituida por Maguana, Anacaona y Baoruco, todas esculturas en bronce. El tejido cuya inscripción induce a un modelo y a una “escritura” material, interpreta y particulariza el acto de una cosmología indígena diseminada en el espacio de la insularidad caribeña.
El escenario donde cobra valor el acto gratificante de la levedad, el peso y el equilibrio de los iconos ancestrales, moviliza también el contenido de los arquetipos que, en la imaginación del signo, se pronuncia como número, inscripción y territorio donde lo escultórico se dinamiza como expresión nutrida y nucleada en el mundo de la creación visual. Ese “bárbaro imaginario” del que habla Laënnec Hurbon (véase El bárbaro imaginario, Ed. FCE, México, 1993), o ese Zombi que mira, se acerca al límite e indaga sobre los misterios de la tierra, es también el poeta que asesina sus dioses y espíritus tutelares.
Estudiar el fenómeno de una constitución de las formas míticas en el marco de una fenomenología de los espacios y arquetipos de la imaginación artística, nos induce a entender los estratos de una metáfora milenaria y constructiva del cuerpo. Akoumbaya (1994) y El guardián (1993), ambas hechas en bronce, fijan la unidad de un centro que se estima como dinamismo de las entidades sentientes y verticales. Todo lo cual motiva una intencionalidad que se expresa en cuatro niveles morfológicos de la expresión escultórica: fitomórfico, geomórfico, zoomórfico y asteromórfico.
Comprender la escultura asumida por Tebó precisa entonces de una definición formal, temática y contextual, desde la que hablan los orígenes y se abren los oráculos del Caribe. Se trata de una geografía que acoge los vuelos e inscripciones en un espacio de letras, iconos, grafos y perceptos articulados en una visión y un orden donde lo que nos mira y nos presentifica es el hieros-gamos entre el arte, el hombre y la naturaleza.
La base de una cosmología de la memoria y el arquetipo adquiere su dimensión en los flujos de una creación y un imaginario cultural entendidos a su vez como punto de encuentro entre el signo, el mito y el lenguaje reconocidos en la manifestación de una ley integrada a los designios abiertos de la creación artística. Una estética de la figuración vertical, lineal y circular crea las posibilidades de una psicología de la imaginación exterior, esto es, de esa exterioridad que se expresa en la superficie material y formal de la expresión escultórica.
El cuerpo y la grafía identificados en el sistema de creación de Sacha Tebó requieren, de esta manera, de una interpretación procesual de signos y dibujos que en la cualidad escultórica aspiran a una inscripción y una relación formativa. En este sentido, los vectores signográficos crean, inducen a la abstracción poética de la materia y a cierta figuralidad onírica provista de un trazado y un aplique modélico sujeto a una técnica mental y a un código expresivo elegido en este caso por el escultor.
Lo que permite comprender toda la mitografía escultórica de Tebó es precisamente aquella palingenesia que define la dialéctica forma-sentido y lenguaje-mundo en la complexión escultórica. Justamente allí donde lo que se insemina y disemina es una farmacia de los elementos originarios, el artista quiere producir el relato de un cosmos caribeño fundado en la complejidad de los elementos artísticos y culturales. El continente y el recipiente de lo imaginario motivan ese epos insular y esa memoria que invita a participar del texto-raíz creado a partir de una alquimia formal y material propiciada por este artista caribeño.
Sacha Tebó, quien nació en Haití pero se hizo artista internacional por su condición de creador y esteta, experimentó una expresión multisensorial y biomórfica expresamente constructiva y politrópica. En 1996, en el Museo de Arte Moderno de Santo Domingo, en la XXª Bienal de Artes Visuales, presentó la conocida instalación titulada Materia viva (50 metros de largo x 25 de altura). Esta instalación compuesta por una serie de estufas charamicos fue ejecutada para contribuir a una crítica de la razón ecológica y a una interacción de motivos simbólicos cuya finalidad principal fue la defensa del ambiente humano a través del arte.
La base de esta instalación fue una Oración ecológica y religiosa que se expresa y pronuncia en sus términos como:
“Espíritu de la naturaleza-aliento vital de Dios que une el ciclo y la tierra-ilumina nuestros abuelos-nuestro padre-nuestra madre-y el interior de cada uno de nosotros para que los hijos de nuestros hijos vivos y alerta vivan la vida del planeta en paz” (Sacha Tebó: Materia viva, Santo Domingo, 1996).
Existe en este caso un dilema y una evidencia de lo visible. Lo que Georges Didi-Huberman llama “la evitación del vacío “ es un tiempo de la alteridad de lo sensible y lo visible (véase Lo que vemos, lo que nos mira, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1997, pp. 11-26). Toda la extensión del vuelo permitirá al intérprete reconciliar el gesto primitivo y el cubrimiento de la primera casa, esto es, la casa del vacío y la plenitud. La síntesis lograda por Tebó en el arte de la escultura testimonia de esta suerte una línea intencional que no podrá ser sustituida por la dialéctica propiciada en el ámbito de la suspensión material y poética.
La actividad de producir imágenes escultóricas en un tiempo de la imaginación secreta, nos lleva a comparar estructuras y trazados a partir de una elaboración de la forma externa e interna de la memoria visual. La parábola y el testimonio de un cuerpo escultórico imaginado a partir del elemento decididamente simbólico, particularizan los tramados o tramaduras propias de una articulación de la mirada. Lo visible se convierte en hiero-graphia y la inscripción remite a un viaje imaginario donde la forma inventa su propia relevancia temática y expresiva.
El movimiento reflexivo de un arqueado temático-visual se compenetra con una seriación signográfica propia de un encuentro y a la vez una turgencia de la morfología y función de los elementos. Todo lo cual enuncia y descoloca la posibilidad de un único ritmo y una participación específica, habida cuenta de los placeres que hacen posible una fenomenología del mirar, lo mirado y la mirada.
Diríamos entonces que los umbrales de una espacialidad intensiva connotan un significado que transgrede los caminos de la memoria cualificada como dinamismo coherente del centro en la intensidad del vacío poético-artístico. Un análisis inmanente del sentido escultórico escoge la metáfora como función que dinamiza el encuentro mismo con la alteridad del sujeto integrado a los ejes de visibilidad. Los ejes de una tridimensionalidad abarcante del vacío y la plenitud alcanzan las líneas de una conjunción cuya dimensión en el sentido atilda sobre la forma y la concepción sacro-profana del mundo.
Alegoriza Tebó un universo de grafías, suturas y tímpanos para asegurar que la suspensión crea, fija y produce un espacio de la significación plástica marcado por el poder fulgurante de la escultura cuyo eje se establece a partir de una convicción en el arte mismo de hacer, saber-hacer y poder-hacer la imagen concentrada en una mística de la creación material y visual.
Es así como Tebó no deja, no olvida el modelo que asegura el centro donde la escultura produce un ritmo cualificado como combinatoria entre vuelo, poesía y armonía. Tal parece que desde el número phi el escultor construye todos los puntos reveladores de una forma sustancia del mundo caribeño que no permanece estático en el conjunto figurativo y a la vez abstracto de su creación.
Pensar la escultura como tiempo y materia nos indica, en el caso de Sacha Tebó, la existencia de un trasmundo antropomórfico a partir del cual lo artístico se revela como geometría, magia y dinamismo de la experiencia visual. Lo que nos quiere revelar y proponer el escultor es una filosofía del acto simbólico y una presentificación de la oposición vacío-sacralidad, plenitud-visualidad. La escultura se convierte en su caso en pensamiento de la visión originaria y sustancia artizada en un arquetipo revelador y propiciador del relato fundamental.
No hace falta que se produzca la sustitución, pues para Tebó el origen del mundo está ligado al origen de la forma, los elementos, los espacios de representación, el orden, la memoria y la muerte. Este mensaje que pronuncia el escultor frente a la imago no niega que el flujo que surge de la tensión masa-volumen-posición resignifica todas las posibilidades de un mundo visual en transformación, redefinición y constitución de nuevas estructuras elementales de la significación.
El escultor no se alejó nunca de una filosofía de la materia sentiente. La vida del elemento fue para Tebó un acto de reconciliación desde el cual el anthropos divino instruyó la mano, el ojo y el número mágico que estructuró la visión como escenario de los orígenes, el arte y el lenguaje. Toda forma inteligible desde la escultura, produjo en la creación visual de Tebó un fundamento estético y simbólico ligado a geografías imaginarias, donde la invención del cuerpo se supone a un acto de fundación y religiosidad que acoge la metáfora y el signo como complemento de un escenario mítico.
Parecería que el pintor y dibujante adquiere en el proceso de creación los valores de una hermandad artística localizada entre una visión religiosa secreta y una ceremonia de los íconos concretizados en el universo de símbolos de un texto caribeño fundamental. La organización derivada de un corte, un tallado mitopoiético y una centralidad de la imagen escultórica, pretende unificar el abismo de los elementos mediante la morfogénesis del modelo.
Hemos visto cómo en Sacha Tebó la suspensión del cuerpo se transforma en acto y sustancia visuales. La forma y la función revalorizan el campo del objeto que se percibe como vuelo, razón y tradición en la continuidad del sentido-revelación. El brote mágico y estético-simbólico particulariza un pensamiento, sobre todo cuando sabemos que ciframiento y desciframiento producen un ámbito de estimación de la modernidad que acepta, en el caso de su creación escultórica, una definición y una lectura de los órdenes contrarios de la imaginación material. Lo que produce el sueño de un vaciamiento del contenido material es precisamente una aventura de la significación articulada como sentido y experiencia.
Tal vez lo que este escultor nos dice es lo que no quiere ocultar por necesidad y convicción; por aquello que aspira a un tránsito considerado como estación de los iconos conformadores de un nuevo teatro de la memoria y la visión. De ahí que las imágenes híbridas y los cuerpos mixtos que en reversión crean la contradicción plástico-visual sujeta y enuncia lo que nos revela el símbolo-escultura o la escultura-símbolo.
El ideograma escultórico o, lo que es lo mismo, la construcción de una dialéctica de la forma y el movimiento remite, en el caso de la escultura creada y practicada por Tebó, a una sustitución de la materia por la memoria y a una concepción de los orígenes que se organiza como forma y tiempo de la metáfora fundamental. Para crear su mundo mediante imágenes verticales y a veces huidizas, el escultor utiliza el bronce y el aluminio a sabiendas de que en la tradición alquímica la significación que adquiere la materia metálica tiene su determinación en un acto de sublimación y posesión de los ritos propiciados por una memoria fundamental del arte en tal sentido.
La danza de los cuerpos que desde la escultura ha logrado intuir y crear Sacha Tebó no olvida las tensiones de una identidad que tienen su base en la conjunción simbólica de la imagen que en su base articula el campo de entidades significativas de la memoria cultural. El cuerpo, en el caso de dicha expresión escultórica, participa de la sacralidad, el baile y el éxtasis de lo visible. No se trata de integrar simplemente signos mediante una técnica metalográfica para significar un gesto, una superficie o un fragmento de mundo, sino más bien de motivar desde la esfera mítica el orden y la función de un imaginario artístico y cultural.
Lo que Tebó nos quiere decir en su Homenaje a la lógica pura que es su Elogio a René Descartes, no es más que un tiempo extendido de la mente oculta del pensador francés. Pero el pretexto es aquello que plasmó el mismo Descartes en sus Meditaciones metafísicas y en su célebre Tratado sobre el hombre. El elogio de Tebó no es propiamente un elogio, sino un llamado a la iluminación mediante la transgresión que tiene su base en otro Tratado escrito por Descartes acerca del mundo y de la luz.
El movimiento geométrico del cuerpo hace que el escultor emprenda una camino hacia la perfección de la línea interna y la dinámica externa del mensaje. En su caso, el escultor advierte una cosmología en la que el cuerpo y la forma del mundo aspiran a una juntura memorial y a un acto fundante de la visión oculta que a ratos transige con lo real. La verticalidad del cuerpo que se desliza en el espacio de la experiencia mítica, no renuncia al compositum originario de la creación escultórica.
Como se puede observar en Cemí, El domador, Olas, Sueño de una antigua ciudad y El origen del mundo, la tendencia de Tebó a rescatar símbolos y signos perdidos en el continente de la memoria mítica y creacional, no se asume como simple órbita o señal, sino más bien como juntura poiética y relato de los inicios de mundo caribeño. A lo que se aspira desde este sentido es a producir el vuelo de una memoria y un recorrido de los signos vivientes y de los lenguajes de creación de los primeros tiempos de la cultura caribeña.
Aunque Sacha Tebó nació en Haití su destino fue el mundo. El relato de este artista a través de imágenes fundacionales no niega sus raíces ni sus mundos. El impulso que transforma una visión del arte en concreción de lo visible, hace que lo daimónico del mundo se exprese como heredad y reintegración etnosimbólica. Todo el arte de Tebó dialoga con sus líneas definicionales y con los tiempos del sentido y del origen.
De ahí que el nombre, el emblema, el grafo, el signo y la estructura visual, aspiren a crear un continente y un recipiente artísticos justificados por hilos de una creación que ciertamente quiere responder el enigma de un ser caribeño profano y profanado, sagrado y también sacralizado por los poderes del mundo visible y sus tensiones preceptuales. Se trata, en el caso de la creación escultórica de Sacha Tebó, de un retorno simbólico y tutelar a las entidades conformativas del arte y la cultura. En tal sentido, el enigma del vuelo se ha convertido ya en presencia, en mensaje del artista ante la muerte.